"De mil derrotas brota la victoria"
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En el año 811, el enfrentamiento entre los búlgaros y el Imperio Bizantino alcanzó uno de sus momentos álgidos. El episodio anecdótico más recordado por las crónicas fue el hecho de que el jan búlgaro Krum celebrase su victoria bebiendo en el cráneo revestido de plata de su oponente caído: El emperador Nicéforo I.
Al contrario de lo que pudiera
parecer, dicha acción bárbara de marcado simbolismo no tiene precedentes claros
en la historia del pueblo búlgaro, sino que fue en definitiva una ocurrencia de
Krum. No se trata de una práctica recurrente, como por ejemplo sí lo fue entre
los bizantinos el cegar a los adversarios políticos o a los enemigos
capturados. Impresiona el analizar las decisiones circunstanciales que Nicéforo
I fue tomando durante su reinado, sabiendo desde nuestra perspectiva
privilegiada cómo iba a terminar el caparazón físico de sus ideas: Sirviendo de
copa a otro soberano. Aunque lo lógico sea pensar que Krum bebió sustancias
alcohólicas y enajenantes en el delirio de su triunfo, lo cierto es que hay
dudas en ese punto, pues el jan había dictado severas normas contra el consumo
de vino e incluso contra el cultivo de vides. Esta obsesión persecutoria pudo
deberse a haber comprobado sobradamente los estragos que las borracheras
causaban en las valiosas fuerzas de su incipiente nación. Krum conservó la
macabra copa hasta su muerte, acontecida menos de tres años después que la de
Nicéforo I. En los años finales de su reinado venció repetidamente a los
bizantinos, gracias al excelente adiestramiento de los jinetes y arqueros de su
ejército, avanzando territorialmente y plantándose ante las murallas de
Constantinopla. Contribuiría a su desmesurado ardor el fetiche de su copa, en
la que consideraría plasmada la debilidad bizantina y la opción de liquidar su
Imperio. Era una especie de reliquia, pero no de un santo que pudiera conducir
a acciones santas, sino de un rey que quizás llevaría a conquistar un reino.
Desde época prehistórica, los hombres han considerado la cabeza como la parte más significativa y simbólica del difunto, como la parte de su cuerpo que lógicamente revela quién fue, y que por así decirlo más conserva su esencia tras la muerte. En el monasterio de Santa Catalina, ubicado en la península egipcia del Sinaí, una sala alberga las calaveras de los monjes que allí vivieron y murieron, pudiendo verlas cuidadosamente amontonadas el visitante. Este hecho refleja la creencia de que es el cráneo la parte del esqueleto del difunto que más dice sobre él tras la muerte, y que más conserva la impronta de su personalidad. Las cabezas cortadas de los enemigos eran en ocasiones expuestas por los vencedores para regodearse malévolamente en la inmovilidad de los rasgos faciales, antes tan amenazantes. O eran enviadas a sus familiares para provocar su llanto y exigir su rendición. Al mismo Aníbal le presentaron la cabeza cortada de su hermano Asdrúbal tras la derrota de éste frente a los romanos en la batalla del río Metauro. La superstición llevó a algunos líderes de pueblos en estado de formación (etnogénesis) a pensar que teniendo la calavera de rivales importantes podrían ver incrementado su poder. Algo así debió imaginar el jan Krum, aunque existe también la posibilidad de que se tratara de un mero golpe de efecto para provocar pavor, sin ninguna creencia de fondo. El especial significado y fuerza emotiva de los cráneos de los difuntos se aprecia también en el ideario de algunos movimientos satánicos, masónicos o esnobistas de los últimos siglos, como la sociedad secreta “Skull and Bones” de la Universidad de Yale. El tratamiento impío de los cráneos todavía estremece, como si la burla o la humillación que se quisiera realizar al difunto fuera a atraer consecuencias negativas. Si bien, escépticamente, nada habría que temer.
El envase humano de la política
imperial bizantina no le sirvió al jan Krum para tomar Constantinopla. La copa
era sólo un símbolo, no un objeto mágico, y como tal no evitó la muerte
temprana de Krum y el repliegue búlgaro. El engranaje del Imperio Bizantino era
todavía demasiado elaborado como para resistir la amenaza de una superstición,
a pesar de que ésta ponía a sus enemigos en un peligroso estado de trance
guerrero. Imaginemos ahora, cambiando hacia un enfoque arqueológico, lo que
supondría el improbabilísimo hallazgo de esa copa argéntea. Sería un gran
descubrimiento que representaría por sí mismo el orgullo búlgaro de haber
podido constituirse como pueblo en uno de los territorios del finiquitado
Imperio Bizantino. A la larga, el caprichoso y difícil camino de las
civilizaciones, condujo a Bulgaria a la supervivencia y resurgir, y a Bizancio
a la desaparición ante el común enemigo turco.
El atrevidamente llamado “Santo Grial búlgaro” colea con su simbolismo hasta épocas muy recientes. Así, el rey búlgaro Boris III (1918-1943) puso en circulación monedas en cuyo anverso figura el jan Krum a caballo, representado como el jinete en relieve de Madara, sosteniendo con la mano derecha las riendas y con la izquierda su copa, dando caza en compañía de su perro a un león. De entre todos los janes que se podían haber escogido para la iconografía monetal, muchos de ellos con reinados más largos y estables, se optó por Krum (803-814), lo que da idea de la repercusión historicista de su gesto. Es preciso tener en cuenta que la figura de Krum fue icónicamente reivindicada en un momento en que Bulgaria andaba territorialmente inquieta, pues había perdido importantes posesiones con motivo de la Segunda Guerra Balcánica (1913) y la Primera Guerra Mundial, y tenía claras ansias revanchistas que afloraron luego en la segunda gran conflagración internacional. En la Bulgaria poscomunista se ha recuperado la imagen nacionalista del jinete de Madara en las monedas, aunque ya sin asociarla explícitamente al jan Krum y sin reivindicaciones territoriales de fondo. Dicho de paso, la pasión numismática de los búlgaros les ha llevado a ser actualmente muy buenos reproductores o falsificadores de las antiguas dracmas griegas de plata. La entrada de Bulgaria en la Unión Europea es una excelente ocasión para rememorar algunos aspectos históricos de su proceso formativo a través del emocionante y terrible duelo entre el jan Krum y Nicéforo I. La primacía de las fuentes bizantinas hace que sea mucho más comprensible su punto de vista que el de los búlgaros, lo que no nos debe llevar a malinterpretar los hechos.
El reinado del emperador bizantino Nicéforo I se extendió entre los años 802 y 811. Se hizo con el poder tras caer en desgracia la emperatriz Irene, tristemente célebre por haber apartado a su hijo del trono mediante el rito del cegamiento. Con su coronación, llegada cuando pasaba ya de los cincuenta años, vio premiada Nicéforo su larga carrera como funcionario, la cual le había llevado a la dirección de las finanzas del Estado. El motín inicial del estratega Bardanes pudo ser solventado sin apenas operaciones militares. Las ligeras tendencias iconófilas del nuevo emperador no evitaron una drástica reducción del gasto relacionado con la monumentalización y embellecimiento del culto y la corte. Nicéforo no quiso que las disputas religiosas entre facciones lastrasen su acción de gobierno, por lo que en la medida de lo posible intentó permanecer al margen de ellas, centrándose en la reforma del ejército, el saneamiento de la economía, los avances centralizadores y el intento de prestigiar su omnímodo poder de “basileus”.
En el año 806, a la muerte del patriarca Tarasio, Nicéforo respondió con el nombramiento como nuevo patriarca de un devoto personaje también llamado Nicéforo, el cual anteriormente había cambiado la administración imperial por la vida contemplativa. A pesar de que el recién proclamado patriarca estaba más cerca del bando iconódulo (defensor de que las imágenes religiosas no eran idólatras, sino que podían mover a una sincera piedad), muchos cronistas iconófilos del momento y posteriores criticaron duramente las decisiones políticas del emperador por el marcado deseo de éste de mantener sometida y dócil a la jerarquía eclesiástica. Incluso abusaron de su función de historiadores al presentar el desgraciado fin de Nicéforo como consecuencia de su desacertada acción religiosa. Desoyendo las llamadas a la reconciliación, los iconódulos más radicales, dirigidos por Teodoro de Estudio, se negaron a comulgar con el nuevo patriarca. El emperador optó por cerrar el principal monasterio estudita y desterró a sus monjes, los cuales desde el exilio siguieron trabajando contra él, indignados por ejemplo de la readmisión en el seno de la Iglesia bizantina de los sacerdotes que habían oficiado el matrimonio malabaresco de Teodata con Constantino VI (780-797), emperador que se había desecho de su primera esposa de forma poco ortodoxa por conveniencia política, siendo luego cegado por su madre Irene.
El examen detenido de los períodos
iconófilos del Imperio Bizantino arroja un panorama bastante lamentable en
comparación con las etapas políticas iconoclastas, pero ello no nos debe hacer
considerar a las imágenes religiosas como culpables del declive imperial, a
pesar de haber generado tanta conflictividad social; seguro que también en
ellas muchos ciudadanos encontraron valor para defender su Estado, que logró
resistir el avance turco hasta 1453. La presión de la pujante cultura islámica,
eminentemente anicónica, en las fronteras orientales del Imperio Bizantino
influyó en el deseo de parte de la población de prescindir de las
representaciones religiosas para poder invertir los recursos en tareas más
productivas.
El pasado militar del emperador
Nicéforo había sido al parecer bastante brillante. Es probable que fuera él
quien como estratega de Armenia tomase la fortaleza de Adata en el año 786. Era
seguramente de origen armenio, y pretendía hacer descender su linaje de la
dinastía árabe de los Gassánidas. Desde el comienzo de su mandato se mostró
dispuesto a terminar con el soborno que el Califato y los eslavos ejercían
sobre Bizancio para no atacar sus fronteras. Pero la situación política real y
el miedo a un masivo ataque en Anatolia del califa Harun al-Rasid le obligó a
pagar un fuerte tributo por la paz en el frente oriental. Nicéforo quiso que la
estabilidad interna del Imperio se sostuviese en un ejército intensamente
transformado. Para ello añadió a los tres “tagmata” (cuerpos profesionales
encargados de guarnecer Constantinopla) uno más, el de los “hikanati”. Los
“tagmata”, junto con las tropas especiales de la guardia imperial, se
constituyeron en el núcleo del ejército bizantino. Las unidades provinciales,
encargadas de la defensa de los “themas”, solían ser enormemente fieles a sus
generales y gobernadores, los estrategas, y eran pagadas con concesiones de
tierra, lo que hacía que se implicasen más en sus funciones, arraigando a sus
familias en zonas de gran peligro de agresión. Cierto descontento popular cuajó
cuando Nicéforo amplió los supuestos de la leva, extendiéndola a los ciudadanos
pobres, teniendo que hacerse cargo sus vecinos del pago de los impuestos y del
mantenimiento de estos nuevos soldados.
El emperador acometió una redefinición
provincial, dividiendo el “thema” de la Hélade en dos: Uno para la Grecia
Central y otro para el Peloponeso, de donde fueron expulsados los colonos
eslavos. Los arcontados de Cefalonia y Tesalónica crecieron, adquiriendo el
rango de provincias y reforzándose sus regimientos. La ciudad de Patras fue
premiada por resistir un ataque combinado de árabes y eslavos, siendo elevada a
la condición de metropolitana y reconstruyéndose sus iglesias. Mediante
traslados y recolonizaciones Nicéforo buscó el equilibrio poblacional dentro
del Imperio. Muchas familias tuvieron que marchar de Anatolia a Grecia para
disminuir la presión interna de los eslavos. Otros colectivos menos afortunados
se vieron obligados a instalarse en las mismísimas fronteras continentales, por
lo que pocas noches dormirían tranquilos, tan expuestos a las expediciones
externas de hostigamiento. El excelente blindaje diseñado por Nicéforo pronto
se vendría abajo al sufrir frente a los búlgaros una derrota numéricamente
escalofriante.
El título imperial de Nicéforo se avenía mal con
el nombramiento que el pontífice romano había otorgado a Carlomagno, rey de los
francos, coronándole como emperador y por tanto heredero de la misión de
unificar Europa bajo una sólida soberanía de corte cristiano. Los imperios
franco y bizantino entraron en una dinámica de choque propagandístico y
religioso, lo que provocó incluso que Dalmacia y el Véneto se pasasen
temporalmente al bando carolingio. Fue necesario que una flota bizantina
alcanzase las provincias rebeldes para imponer allí nuevamente la autoridad de
Nicéforo, si bien la fidelidad de estos territorios pronto se tambalearía otra
vez.
El tesoro imperial se recuperó de su anterior
carestía gracias a las rígidas medidas fiscales de Nicéforo, el cual puso fin a
las exenciones impositivas de las que disfrutaban los comerciantes urbanos y
las instituciones eclesiásticas, restableciendo además los gravámenes
capitalinos y sobre la importación de esclavos. Se fijó con gran escrupulosidad
la capacidad impositiva de los hombres libres, se corrigieron irregularidades y
trampas fiscales, se confiscaron las tierras de los deudores y se forzó a los
ricos armadores a invertir en las tierras abandonadas, sobre todo de Asia
Menor. Las subidas de impuestos se combinaron con decretos retroactivos, de
modo que los antes exentos tuvieron que pagar todo lo que les habría correspondido
desde el primer año de reinado de Nicéforo. Se gravaron especialmente las
donaciones y las fortunas de reciente adquisición. Esta orgía recaudatoria
soliviantó a distintos sectores, como el monástico, donde se urdieron
conspiraciones. El Estado era el único que por ley podía prestar dinero a
interés, obligando además a los grandes comerciantes a adquirir préstamos
innecesarios que revertían en la ampliación de sus negocios. De forma curiosa,
las medidas fiscales de Nicéforo extendían prácticas cristianas entre la gente,
tendiendo de manera rigorista a la igualación de la riqueza. La intromisión en
las iniciativas económicas privadas supuso cierta nacionalización de los
recursos con fines esencialmente militares. Aldeas y soldados quedaban detalladamente
inscritos en los catastros, que sirvieron para vigilar el sistema de
equiparación comunitaria de su nivel de vida.
Desde mediados del siglo VII, contingentes de
ascendencia turcomana penetraron por las fronteras nororientales del Imperio,
estableciéndose al Sur del Danubio tras rechazar las acometidas bizantinas. Se
trataba de los búlgaros, tribus progresivamente eslavizadas que se convirtieron
en la pesadilla balcánica del poder grecorromano. Su eslavización y mezcla con
otros pueblos fue paralela a la pérdida o atenuación de algunos de sus rasgos
físicos característicos, como los ojos rasgados. Los búlgaros se fueron
haciendo con el control de extensas áreas rurales, llegando a configurarse bajo
el jan Tervel (701-718) como un Estado bien cohesionado, rival o aliado
esporádico de los bizantinos. Tervel ayudó al emperador bizantino Justiniano II
a recuperar su trono en el año 705, haciéndose así acreedor de grandes honores,
como el título de César. El tratado suscrito en el año 716 entre bizantinos y
búlgaros permitió a estos últimos recibir un tributo anual y ocupar fértiles
tierras cerealísticas en el Este de Tracia. El respeto mutuo duró hasta el año
756, momento en que el emperador bizantino Constantino V (741-775) reforzó las
fronteras con prisioneros armenios y sirios para evitar el lento pero constante
avance colonizador búlgaro. Constantino V emprendió frecuentes campañas
militares para frenar la expansión eslava. Consiguió buenos resultados, pero
murió finalmente en una incursión de los búlgaros, a quienes fue preciso
comprar la paz. Los caóticos reinados iconódulos posteriores dieron aire a los
enemigos del Imperio, árabes y búlgaros, los cuales fueron minando la
resistencia bizantina en distintos puntos fronterizos.
Llegado el año 809, el Imperio Bizantino comenzó
a preparar una colosal campaña para intentar quebrar la tranquilidad búlgara y
recuperar el control sobre la línea danubiana. A las primeras expediciones
punitivas respondió enérgicamente el jan Krum, el cual consiguió derrotar a
algunas tropas imperiales cerca del río Strimon. Avanzó después hasta Sérdica
(la actual capital búlgara de Sofía), ciudad que saqueó y a la que dejó sin
fortificaciones útiles. Las fuerzas de Nicéforo devolvieron el golpe al atacar
con éxito Pliska, que por entonces era el principal centro político y administrativo
búlgaro. Los soldados bizantinos se mostraron indisciplinados al negarse a
reconstruir las murallas de Sérdica. No quisieron hacer de operarios, dando ya
un aviso de su escasa implicación en los altisonantes proyectos de restauración
física y anímica del Imperio.
A mediados del año 811, un numeroso ejército
bizantino se concentró en las proximidades de la ciudad fronteriza de
Markellai, exhibiendo su poderío. Los espías búlgaros llevaron la noticia al
jan Krum, que solicitó inmediatamente la paz, dispuesto a realizar multitud de
concesiones. Pero Nicéforo, en posición favorable, se negó a negociar. Lanzó
varias acometidas de distracción con pequeños contingentes. Más tarde el total
del ejército se dividió en dos cuerpos, que avanzaron separadamente, uno cerca
de la costa y otro por el interior, para encontrarse en Pliska. Allí barrieron
a la guarnición búlgara, cometiendo toda clase de desmanes sobre la ciudad.
Otro destacamento búlgaro enviado por Krum para auxiliar a su capital fue
igualmente vencido. Durante una semana Pliska ardió, incluyendo el palacio real
y las casas de los boyardos. Los soldados acumularon un buen botín personal.
Las numerosas personalidades ilustres que acompañaban a Nicéforo le felicitaron
repetidamente por su victoria, sin presagiar que pronto morirían con su
emperador. Krum envió una nueva misiva solicitando la paz, pero no obtuvo
respuesta.
Saciada de sangre, la comitiva
militar bizantina, en la que se integraban tanto fuerzas profesionales como
voluntarios de baja extracción social, inició una lenta marcha hacia Sérdica.
Alcanzó la cordillera balcánica, introduciéndose en un valle cuyos angostos
accesos fueron cerrados con grandes empalizadas por los búlgaros. Al descubrir
el engaño, Estauracio, el hijo del emperador Nicéforo, así como otros
generales, propusieron asaltar cuanto antes las defensas que taponaban el valle.
Pero el “basileus” se mantuvo frío, sin valorar la gravedad de la situación, y
decidió acampar. Los soldados bizantinos apenas fueron informados de la trampa
en que estaban inmersos, para intentar así mantener su calma. Minusvaloraron el
griterío que al caer la noche escucharon proceder de las laderas que los
rodeaban. Antes de amanecer, el 26 de julio, la caballería búlgara atacó
directamente al grupo de tiendas en que dormían el emperador y sus cortesanos.
Nicéforo y su guardia personal debieron de perecer en los primeros instantes de
la batalla, dejando a su ejército sin timón. Es seguramente falso que el
“basileus” yaciese aquella noche con sus supuestos amantes masculinos como si
nada ocurriese. Es más bien un bulo historiográfico difundido por sus
detractores para intentar hacer más humillante su derrota. El cuerpo de
Nicéforo fue guardado cuidadosamente para ofrecérselo a Krum tras la batalla.
Las tropas bizantinas,
desperdigadas en varios campamentos, no tuvieron capacidad para organizarse.
Tanto las fuerzas de la capital como las provinciales se dispersaron
desordenadamente, intentando eludir el choque con los enemigos. Las zonas
pantanosas ralentizaron la huída, lo que permitió a los perseguidores búlgaros
dar muerte a muchos rezagados. Una de las empalizadas que cerraba la salida del
valle pudo ser incendiada por los soldados bizantinos, pero en el proceso las
bajas fueron numerosas, tanto por el acoso de los arqueros búlgaros como por la
dificultad de salvar el foso que había sido excavado tras los maderos. Entre
los que consiguieron escapar, dirigiéndose con desesperada premura a
Adrianópolis, estaba el hijo de Nicéforo, Estauracio, si bien con una severa herida
medular que le paralizó las extremidades inferiores y provocó meses después su
muerte.
Dos tercios del ejército
bizantino, cuyos efectivos desplazados totales ascendían a unos 80.000 hombres,
resultaron neutralizados en aquella batalla entre muertos, heridos y
prisioneros, incluyendo altos dignatarios, ministros, generales y funcionarios.
Los soldados búlgaros presentaron el cadáver de Nicéforo al jan Krum, el cual
ordenó su empalamiento. Tras permanecer así varios días expuesto para su
oprobio, al cuerpo se le segó la cabeza, elaborándose con su cráneo una copa
bañada en plata. Ésta fue la llamada copa de Krum, con la que el jan bebió en momentos
alegres o solemnes hasta el final de sus días, no muy lejano. Los pocos
patricios bizantinos huidos nombraron emperador a Estauracio. Pero al estar
lisiado encontró muchos problemas para hacer efectivo su poder. Tuvo que
retirarse a un monasterio, donde murió al poco tiempo. Como nuevo “basileus”
fue elegido el yerno de Nicéforo, que estaba casado con su única hija,
Procopia. Se trataba de un funcionario palatino llamado Miguel Rangabé, que
pasó a reinar como Miguel I (811-813).
La batalla contada anteriormente pasó a la
historia como la batalla de Pliska, englobando por tanto sus distintas fases,
desde que los bizantinos tomaron la capital búlgara hasta su estrepitosa
derrota final. Sería más correcto denominar a su última fase con el topónimo
del lugar en que acaeció, pero es que el enclave exacto no se ha podido
determinar. Hay quien ha propuesto el nombre de “Paso de Varbitsa”, al tratarse
de un valle de angostos accesos. El lugar estaría próximo a las montañas de
Stara Planina. Francisco Aguado, que estudió y narró el combate de forma
excelente, piensa que pudo tratarse del valle del río Tica, o de otro de los
ríos próximos, en las estribaciones de los Balcanes. La victoria de Krum fue
uno de los momentos claves de la historia búlgara, pues la entidad de su
incipiente Estado quedaba apuntalada, tanto territorialmente como a nivel de
prestigio. Frente al exterminio o absorción propuestos por el Imperio, Bulgaria
replicaba militarmente con su presencia real como territorio danubiano
autónomo.
El jan búlgaro manejó para la paz
unas condiciones inaceptables por los bizantinos, lo que hizo que la guerra
prosiguiese. Los monjes estuditas presionaron para que no se firmase una paz
deshonrosa. En la siguiente primavera, en el año 812, Krum conquistó la ciudad
pontoeuxina de Develtos, ordenando la deportación de todos sus habitantes. En
noviembre tomó tras su asedio la ciudad de Mesembria (Nessebar), donde se hizo
con metales preciosos y con arsenales de fuego griego. Ya a mediados del año
813, consiguió vencer nuevamente a las tropas bizantinas en Versinicia, lugar
en que se produjo la deserción del contingente anatolio mandado por el ya pronto
emperador León V (813-820). El supersticioso pueblo bizantino, soliviantado
además por el alto precio del trigo, interpretó la derrota como un castigo a
las directrices políticas empleadas, por lo que reclamó la vuelta a la
iconoclastia. Un motín militar otorgó el poder al traidor de Versinicia, León
V, que vio así colmadas sus ansias. El depuesto emperador Miguel I y su esposa
Procopia fueron enviados a un monasterio, mientras que sus hijos pagaron su estirpe
real con la castración, cortándose así su dinastía.
Pocos días después, el ejército
búlgaro llegó ante el triple recinto amurallado de Constantinopla. Viendo la
imposibilidad de conquistar la urbe, Krum pidió sin éxito un acuerdo. Logró
escapar con vida de una treta consistente en un falso combate singular entre él
y el nuevo “basileus”. Con ello evitó quizás verse también él convertido en
copa, o ser objeto de uno de los refinados castigos griegos. Enfurecido por la
asechanza, destruyó todos los barrios extramuros de Constantinopla, tomó las
ciudades de Hebdomon y Selymbria, y mandó a los habitantes de Adrianópolis más
allá del Danubio. Los bizantinos lograron una victoria de alivio cerca de
Mesembria, pero ambos bandos preparaban aún la batalla decisiva. Krum en el año
814 se lanzó otra vez sobre la ciudad del “Cuerno de Oro”, encontrándose con
una muerte repentina. El tratado posterior firmado entre León V y el nuevo jan
búlgaro Omurtag (814-831), hijo de Krum, preveía una paz de treinta años. La
paz fue necesaria para que Omurtag consolidase su poder frente a otros
pretendientes al trono.
La amenaza búlgara encarnada por
Krum no había hecho peligrar la pervivencia del Imperio Bizantino, pero supuso
un serio revés en su política de integración étnica tras previo semiexterminio,
teniendo que reconocer la existencia de un sólido pueblo autónomo y
culturalmente extraño dentro de lo que habían sido sus fronteras. El título de
jan, término de origen turco-mongol alusivo al máximo gobernante búlgaro, y en
ocasiones pospuesto al nombre del soberano, tendría todavía muchos
detentadores, pero quedaría también vacante en largos períodos de ocupación
exterior. En las alternativas por el poder en la región las armas favorecieron
en diversas ocasiones a los bizantinos, como en el año 1014, cuando a
consecuencia de la batalla de Kleidion, unos 14.000 prisioneros búlgaros y
macedonios fueron cegados, dejándose sólo tuertos a unos 140 para que sirviesen
de guías a tan terrible procesión en el regreso a su hogar. Pero los hijos de
los ciegos ven, y escuchan las historias de sus padres, y no olvidan.
Con la muerte de Krum, el cual había
reinado once años, se pierde el rastro historiográfico del fetiche de su
siniestra copa, símbolo bárbaro y primigenio del deseo búlgaro de
Independencia. Además de conseguir importantes victorias sobre los bizantinos,
el jan logró derrotar a los ávaros, pueblo nómada que en gran parte se mezcló
con los búlgaros. Krum no es sólo recordado por su actividad militar, sino
también por leyes beneficiosas relacionadas con la protección social de los
sectores poblacionales más débiles. Dictó además normas estrictas contra la
mentira, el robo, la embriaguez y las violaciones. Los castigos podían
consistir en la pérdida de propiedades, la amputación de extremidades o incluso
la muerte. Su intrincada personalidad, salvaje y noble a la vez, inspiró a
diversos escritores europeos posteriores, principalmente de los siglos XVI y
XVII, que le hicieron intervenir con su propio nombre u otros inventados en sus
novelas. Encontramos a Krum como personaje de ficción en obras de Montaigne,
Rabelais, Corneille, Shakespeare y Gryphius. En la saga narrativa actual de
Harry Potter, salida de la imaginación de la escitora J. K. Rowling, aparece
también un joven búlgaro de impetuoso carácter llamado Viktor Krum, lo que
revela fácilmente la procedencia de la inspiración.
Quizás no es la mejor de las
formas de dar la bienvenida a Bulgaria a la Unión Europea el rememorar uno de
sus primeros episodios de lucha por la supervivencia, pero está en todo caso
claro el atractivo histórico de aquellos sucesos que marcaron sus inicios como
pueblo libremente constituido, salpicado de largas intermitencias de opresión.
Así como en ocasiones puntuales la barbarie rompe la convivencia en las
naciones modernas, paralelamente la violencia organizada de las antiguas civilizaciones
o de los pueblos emergentes es fácilmente idealizada. Sobre todo si aquellos
pueblos lograron pervivir como Estados, convirtiéndose su antigua lucha en
catecismo escolar. Igual de roja ha sido siempre la sangre. Tanto vale nuestra
vida como valió la de cualquier ser humano de cualquier época. Lo mismo valían
la vida de Nicéforo I, cuyo nombre paradójicamente significa “el que lleva la
victoria”, y la del jan Krum. El primero luchó por un Estado que ya no existe,
como lo hizo hasta el último de sus ciudadanos y emperadores. El segundo tiene
aún una nación que le considera héroe, y cuyos niños aprenden sus hazañas:
Bulgaria.
Bibliografía consultada por el autor:
Aguado; “La batalla de Pliska” (En Internet).
Cabrera; “Historia de Bizancio”; 1998.
Maier, Beckedorf, Hartel, Hecht, Herrin, Nicol; “Bizancio”; 1974.
Norwich; “Breve Historia de Bizancio”; 2000.
Ostrogorsky; “Historia del Estado Bizantino”; 1984.
Patlagean, Ducellier, Asdracha, Mantran; “Historia de Bizancio”; 2001.
Treadgold; “Breve Historia de Bizancio”; 2001.
Autor del texto: Víctor Manuel Dávila Vegas.-
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